martes, 29 de junio de 2010

Cosas que pasan

Hemos estado corrigiendo varios libros en estos días (El cuentista y el imaginario, de Pepito Mateo; De la chaminera al tejao, de Carlos González) y ayer terminamos con el libro de Cosas que pasan, de Pep Bruno, para la colección Escrito en el aire.
Este último es una colección de 54 cuentos no muy extensos (el total es de unas 120 páginas) y para que os hagáis una idea, al final de este post os dejamos un anticipo.
Ah, ya tenemos la cubierta, la ilustración la ha hecho Pablo Amargo, mirad qué maravilla.


Aquí va el cuento.

EL JUEGO



Antes de que las cosas tomaran este cariz yo era un niño normal: soñaba como todos, reía como todos, refunfuñaba como todos. Hasta que me dio por el juego de esconderme. No es que me escondiera con mucha perspicacia, solo era un niño, me tapaba los ojos y decía “¡no estoy!”. Entonces ellos jugaban a que no estaba, a que había que buscarme por todos los rincones. Yo, inocente, disfrutaba con el juego, pensando que estaba oculto, cuando, en verdad, me encontraba a la vista de todos. Y de pronto me destapaba la cara y gritaba feliz: “¡aquí estoy!”. Y reían y decían: “pero bueno, ¿dónde te habías escondido?”, y cosas así.

Pero un día, no sé qué me dio, quise probar a aguantar el máximo posible escondido, sin que me vieran. La cosa fue más o menos así. Mis padres, mis hermanos y uno de mis tíos se encontraban en el salón, entonces yo me metí debajo de la mesa grande y grité: “¡no estoy!”. Y ahí empezó lo extraño, nadie se levantó a buscarme ni nadie siguió el juego diciendo algo así como: “¡uy! ¿dónde estará el niño?”. Nada. Ningún gesto, ninguna mención, todo seguía como antes: todos sentados en el sofá y las sillas alrededor del café, charlando de sus cosas. Y encima yo me había propuesto durar el máximo. Así que no hice nada, me quedé allí quieto, debajo de la mesa, con los ojos tapados, sintiéndome absolutamente invisible.

Llegó la hora de la cena. Todos sentados en la mesa grande y mi asiento vacío. Fue mi madre la que dijo: “¡Anda! y el nene ¿que no está?”, entonces todos parecieron entrar en el juego exclamando cosas como “pues es verdad, pues no está, ¿dónde se habrá escondido esta vez?”. Pero yo me había propuesto aguantar el máximo tiempo escondido y, además, estaba algo enfadado porque antes no me habían hecho nada de caso, así que no dije esta boca es mía; permanecí allí quieto y callado, rodeado de todos los pies de mi familia. Todavía estaba mi hermano diciendo “¿dónde estará el nene?”, cuando llegó el primer plato. Entonces parecieron olvidarse de mí y se dedicaron a la comida. Según transcurría la cena me iba yo dando cuenta de que cada vez tenía más hambre. Además ya estaba cansado de estar encogido debajo de la mesa y salí dando un gritito de sorpresa: “¡aquí estoy!”. Pero nadie pareció escucharme, todos seguían atentos a sus platos y a su conversación. “¡¡Que aquí estoy!!”, repetí, con algo menos de entusiasmo. Ni me miraron. Como el hambre apremiaba me senté en mi sitio y me puse a comer, parecía que nadie reparaba en mí, tuve que servirme la comida yo solo. Pasé la cena buscando los ojos de los otros, y ninguna mirada se cruzó con la mía. Cada vez me encontraba más perplejo. Era un niño de cinco años, perplejo y algo asustado. Antes de terminar la cena mi padre repitió: “pero ¿dónde estará el niño? Hace rato que se ha escondido y nada”. Entonces parecieron caer: “es verdad, es verdad, ¿dónde se habrá escondido esta vez?”. Yo les miraba atónito, entonces grité: “¡¡aquí, aquí!! ¿es que no me veis? ¡estoy aquí, en la mesa con vosotros!”. Pero nadie me miró ni pareció darse por aludido. Yo quería llorar, estaba tan asombrado que no dejaba de gesticular y gritar, incluso me agarré de la falda de mi madre, y nada, ni se dio cuenta de que yo estaba allí. Llegó la noche y me fui a mi cuarto a dormir; seguro de que todo era una pesadilla y cuando despertara, el día luminoso me llevaría de nuevo junto a los míos.

No fue así. Pasaron días, semanas, meses, años. Crecí con ellos, pero nunca parecieron saberlo. La costumbre les hacía decir de vez en cuando cosas como: “¿dónde se habrá escondido el niño?”, y se asombraban de mi pericia. Al principio yo trataba de llegar hasta ellos, pero a los pocos meses desistí. Tampoco se estaba tan mal así. Iba al colegio cuando quería, veía la tele que me apetecía, comía lo que me gustaba...

Comprendí que la cosa era definitiva cuando en unas navidades (yo tenía ya ocho años) mis padres contaron la historia de un hijo suyo que un día se había escondido tan bien que ya no lo habían encontrado nunca más. La historia divirtió de lo lindo al resto de la familia. Incluso a mí.

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